Por: Javier Orlando Muñoz Bastidas.
Es
posible comprender la crisis del mundo contemporáneo de dos modos: como la
afirmación de un único sentido como verdadero, y como la pérdida total del
sentido de la existencia. Es en esa dirección desde la que Mèlich afirma: “La evidencia absoluta y el absurdo son
equivalentes, no solamente como afirmación filosófica, sino como experiencia”.
Cuando la persona está en algunos de estos dos modos, o en el arraigo terco en
un sentido absoluto o en la angustia vacía de una pérdida de sentido, es cuando
se despliega una crisis en la existencia.
No
importa que no se note, lo más probable es que no se note porque la sociedad
del espectáculo impone una positividad como dispositivo de dominación, en la
que el imperativo “Sé feliz” se asume como un precepto a priori de acción; no
importa incluso que duela porque el dolor es malinterpretado como una debilidad;
pero lo cierto es que la crisis está presente y pudre las entrañas de la
consciencia.
Ante
lo anterior, Mèlich plantea una alternativa
existencial, que es la disonancia. La disonancia no es la ausencia de armonía
de sentido, ni la determinación de una sola armonía como verdadera, sino que es
la afirmación de una armonía que debe construirse en devenir. La disonancia
implica una fractura de los sentidos absolutos, y una creación de sentido desde
el vacío. Esto es muy importante, porque si el sentido se puede quebrar es
porque no es absoluto, y si se pueden crear nuevos sentidos es porque ese vacío
de sentido es falta de potencia. Pero en la disonancia se expresa el esfuerzo y
el intento consciente de la creación de una armonía, en un proceso infinito.
Todo sentido es una armonía disonante, que se está creando continuamente.
Nuestra
existencia se parece a lo que Caspar David Friedrich dice, que todos somos un “caminante
sobre un mar de nubes”, porque avanzamos sin saber a dónde vamos, pero con la
esperanza ética de construir un camino sobre el abismo. Algo muy parecido a lo
que pensó Kierkegaard de la existencia, y es que nos esforzamos por crearle un
sentido en medio del absurdo, así como los albatros construyen “nidos en el
mar”.
Ese
es el sentido que Mèlich plantea de fragilidad. Lo
frágil es lo que se puede romper, pero también lo que se puede reconstruir.
Como el arte japonés de la reparación Kintsugi, que
consiste en unir y reparar con oro los pedazos quebrados de una cerámica. Es la
consciencia de la belleza de las cicatrices. La existencia es frágil porque en
cualquier momento se puede quebrar todo un sistema de sentido, pero es también
esa fragilidad lo que permite reconstruirle un sentido superior.
Pero
Mèlich está reflexionando sobre la fragilidad del mundo. ¿Qué es el mundo? El
mundo es el sentido que habitamos; no es el sentido que construimos como
consciencia, sino el plano de inmanencia desde el que ese sentido puede ser
posible. El mundo es la consciencia de que existe algo afuera que no somos
nosotros, que existe una realidad que no podemos controlar, y que existen los
otros. El mundo es el lugar de los otros. La fragilidad del mundo consiste,
entonces, en comprender y asumir que existe una realidad que no depende de
nosotros y que no podemos controlar.
Nuestra
fragilidad consiste en podernos transformar. Pero, ¿por qué llamarlo
fragilidad? Porque no es fácil, y porque es muy doloroso. El mundo es un
horizonte de sentido en derrumbe y en creación.
Ante
la fragilidad de nuestro mundo, no nos queda más remedio que “convertirnos en
artesanos de nuestra propia vida” (Mèlich). La
posibilidad de la creación del sentido, con esperanza pero sin garantía, es lo
que permite que la existencia se pueda elevar. La existencia como obra de arte
es un Kintsugi del sentido, porque se intenta crear lo bello en medio del
sinsentido, no para eliminar el sinsentido, sino para afirmarlo como
posibilidad de lo nuevo. La existencia consiste en la creación de un sentido
bello desde el sinsentido. Para Mèlich “existir es inventarse y asumir cada día
el riesgo de precipitarse al vacío”.
Cuando
la persona comprende su fragilidad, es cuando puede tener una responsabilidad
ética de su propia existencia, que consiste en saber con claridad lo que
depende de él y hacerlo, y en aprender a soltar lo que no depende de él. El
problema es cuando se confunde lo uno con lo otro. Por eso es necesario el
ejercicio interno de una consciencia vital que permita comprender la
diferencia. No es posible que la crisis existencial consista en aferrarse a
aquello que no somos ni queremos ser, y que la posibilidad de nuestra potencia
existencial la estemos ignorando. Reconocer la propia fragilidad es también una
acción de potencia.
Referencia.
Mèlich,
J. (2021). La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario, Tusquets
Editores.
Apropiado a los momentos caóticos de la sociedad, del individuo
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